Recuerdo que los videos de las circunstancias que vivían los millones de refugiados de Siria hacían que el corazón se me apachurrara cuando me topaba con ellos en redes sociales. Miles de clips, fotos y notas sobre estadísticas hablaban de números, de cientos, miles y millones de personas desplazadas que huían con no más que mochilas para escapar de una guerra que dejaba marcas de dolor y sangre en sus memorias.

Doloroso pero lejano, mi cabeza no podía comprender el impacto que debía ser el tener que, de un día a otro, abandonar todo tu entorno: tu hogar, tu escuela, tus amigos, tu ciudad, tu realidad y universo entero, para huir con la promesa a medias de una posibilidad de supervivencia.

Recuerdo que estaba en una librería y la portada ilustrada de Un lugar en el mundo llamó mi atención. Una imagen preciosa de una casa partida en dos, iluminada por un sol brillante; un chico viendo por la ventana. En la parte inferior, un sótano oscuro, vacío y frío, iluminado apenas, con un chico acompañado de una orquídea, ambos hermosamente trazados, ambos con una expresión desolada.

La trama sigue a Ahmed, un joven refugiado sirio que huye de la guerra y termina escondido en Bruselas, Bélgica. En paralelo, Max, un adolescente estadounidense que se siente fuera de lugar tras mudarse con su familia a la ciudad, descubre a Ahmed escondido en el sótano de su nuevo hogar.
A través de la inesperada amistad entre ambos, el libro explora los retos de la identidad, la empatía y el coraje en un mundo que a menudo es hostil a quienes son diferentes. La autora teje una historia emotiva y cercana, mostrando cómo el entendimiento mutuo y la solidaridad pueden florecer incluso en las circunstancias más adversas y distintas.

Es un libro que, aunque toca temas completamente fuertes y que pueden sacudir nuestras emociones, logra sembrar y regar la esperanza en nosotros mismos, nuestra resiliencia, la amistad y la humanidad. Es una lectura muy conmovedora y fluida que definitivamente recomiendo.